Ansiedad, por Eloy Martínez Adame.
Sentía que le faltaba el aire. El ambiente olía a madera húmeda, a aceite gastado y óxido. Ese espacio tan reducido lo estaba asfixiando. Era verdaderamente una ironía que este fuera su primer viaje en tren. Nunca le gustó la idea de estar atrapado en un espacio tan pequeño y entre cuatro muros de madera. ¿Cuánto había pasado desde su salida? ¿Cuánto más podría aguantar esa sensación que le oprimía el cuerpo y el alma? Quería salir de ahí, estar con Elena, su amada esposa. Quería sentir sus brazos rodeando su cuello para darle un apasionado beso de bienvenida. Pero parecía faltar una eternidad para ello. Lo peor era la espera… No, lo peor era el ataúd dentro de ese vagón viejo y pestilente que lo acompañaba… Sí, lo peor era el ataúd.
Incluso el sonido lo sofocaba. Ese estridente rechinar de ruedas y vías de metal; el crujir de madera mohosa, vieja, quebradiza y apestosa. Era de noche, eso podría adivinarlo por la fría humedad que impregnaba el interior. Pensar en la oscuridad que se cernía sobre el lúgubre tren no mejoraba su visión del claustrofóbico viaje. A esa oscuridad no se podía escapar, por más rápido que fuera el tren sabía que el día tardaría en llegar más de lo normal. Así es cuando la ansiedad se mete entre cada célula de tu cuerpo. No puedes sacarla, no puedes escapar de ella, te sofoca, te pesa. Es como estar dentro de una caja, pensó, sin nadie a kilómetros de distancia.
El cómo llegó ahí y a dónde se dirigía le eran tan irrelevantes que no los recordaba. Esos lugares ya no eran reales para él. Sólo Elena y la ansiedad en sus manos, ese temblor incontrolable de sus dedos y el sudor helado que le pegaba la ropa al cuerpo; la sensación de tener un chaleco de metal frío sobre el pecho que le impedía respirar; sus pies dormidos y adoloridos. La espalda era un suplicio. Eso era real para él. ¡Y ese maldito ataúd! Como si viajar solo dentro de un vagón de tren no fuera horrible en sí: un maldito ataúd. Ni siquiera la madera de roble oscuro y tallado cuidadosamente podía darle a ese objeto una apariencia agradable. Olía a muerte y eso le congestionaba la nariz.
¿Cuándo se detendrá este jodido tren?, se preguntaba. Cuando la esperanza dejaba casi por completo su ser para dejar todo su interior a la desesperación, unos golpes sobre madera, ¿o habrá sido el viento? ¿provenían del interior del ataúd? ¿fuera del vagón en movimiento? Oh, Elena, por qué no estás aquí conmigo, se dijo. De pronto, un estruendo infernal, la maquinaria del tren se estaba deteniendo. Sintió la inercia del movimiento. La maldita caja de madera tembló y sus juntas de metal y madera produjeron una sinfonía que le revolvió las tripas. Por unos segundos que parecieron largos minutos, el sonido mezclado de uñas sobre el pizarrón y taladros hidráulicos llenaron el angosto espacio del interior para terminar en una lejana exhalación de vapores proveniente de la máquina principal. Luego, voces.
“Benjamín, apúrate. Hay que abrir el último vagón”. “¡Cabrón, qué olor!”. “No seas irrespetuoso, ayúdame a sacar el ataúd pronto”. “No me imagino un viaje aquí adentro, ni tú con todo tu aguante hubieras aguantado la mitad del viaje”. “Por eso nadie viaja aquí y se coloca en la parte de atrás del tren. Ayúdame a sacarlo que no tardan en pasar por él”. “¿Y quién va a venir por él?”. “Déjame ver la hoja de carga… Ehm… Una tal Elena Jiménez”. “Bien, al menos para este amigo de aquí adentro terminó el viaje”.
Oh, ahora lo recordaba como había terminado ahí, pero seguía siendo irrelevante. Se pensó un idiota por creer que lo vivido en el viaje podía ser real, un remanente del anhelo de vivir, supuso. Ya no importaba más, su Elena estaba por llegar. Al menos ya no estaba dentro de ese vagón, con el ataúd no tenía opción.