Daniel Martínez tiene cuarenta años y un bote de crema de cacao.
Por las mañanas la desayuna mientras observa a los gorriones cruzar el cielo.
Gorriones al revés.
A las 18:00 la oscuridad se enciende en las bombillas del apartamento.
Hace otoño, hay invierno.
Unas hormigas se cuelan por su pantalón (es lunes) y le hacen cosquillas en los tobillos.
Entonces, empieza.
Golpes a las paredes, a los relojes, estallan las copas.
Quieto, estate quieto.
Ahí, a cientos de años luz del lado del espejo, las cosas toman su propia forma a partir de las 18:00.
Hasta la mañana siguiente.
Hay peces que nadan en la alfombra.
Una risa. Oscuridad.
Daniel Martínez cierra los ojos a esas horas interminables que rozan sus párpados.
Algo le ha tocado el pie.
Un mordisco, un grito, un silencio.
Una sartén cae en la cocina.
Unos pasos.
Unos peces.
Angustia de no encontrar… ¿dónde está el interruptor?
Oye cómo alguien se sirve su vino, se abren grifos, resbalan uñas por la pared.
No ve nada.
Desconsolado, espera a la mañana siguiente.
Voces, platos rotos.
En el lado izquierdo del espejo, D. M. apaga las luces a las 18:00, y se va a trabajar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario