– ¡Con diez cañones por banda…!
– ¡Ponte el disfraz de una vez, que vamos a llegar tarde!
– Ya casi estoy, mira. Sólo me falta el parche.
El niño se marchó a su cuarto. Se miró con atención en el espejo, se puso el parche, y comenzó a sentirse incómodo, de manera que terminó por quitárselo. Se miró el ojo derecho con detalle, primero lejos del espejo y luego tan cerca que no lo distinguía. Notó que le faltaba algo importante. Sonaron sus pasos apresurados por la tarima. Acercó la mano al bote del escritorio: unas tijeras, un punzón, una grapadora, lápices de puntas afiladas…
Su madre gritó:
– ¿Quieres darte prisa de una vez?
Eligió el punzón apresuradamente y lo clavó con tanta fuerza y decisión como le fue posible. Un grito ahogado.
Silencio.
La mujer subió y lo encontró sentado frente al espejo, con el punzón en la mano y el parche en el ojo. Había sangre por todo el escritorio.
– ¡Dios santo! ¿Pero qué has hecho?
– El loro no se quedaba quieto en mi hombro.
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